Por Alberto Goytre

La Costa Fleming ha producido algunas de las figuras más insignes de un oficio que hoy en día está en declive: el Portero –sí, con mayúscula. Los grandes bloques como “los del INI”, donde yo crecí, requerían personal con conocimientos de un poco de todo: fontanería, electricidad, gestión de visitas, políticas de seguridad… pero sobre todo con una actitud de hacer la vida más fácil a los vecinos.

¡Sufridos Porteros! Su obligación de permanecer en el puesto y su imposibilidad de chivarse a los padres –siempre y cuando la agresión no fuera excesiva- les hacía blanco perfecto de las bromas de chavales –eran los años en los que los deberes escolares se resolvían en diez minutos y el resto de la tarde la diversión no era “online”, sino pura y simplemente callejera.

¡Temibles Porteros! Algunos tenían leyendas de misterio, en su condición de guardianes de los oscuros espacios del sótano de trasteros y los corredores asociados, donde también pasaban bastantes cosas en la infancia y la adolescencia.

¡Imprescindibles Porteros! Según uno iba creciendo se daba cuenta de lo mucho que podían ayudar. Yo recuerdo, por ejemplo, que conseguí mi primer trabajo gracias a que Pedro –Portero de Juan Hurtado de Mendoza, 14- recibió el telegrama con el que se me comunicaba mi admisión en el puesto y se me daban diez días para presentar la documentación necesaria. Era el mes de agosto, y los años en que tampoco había móviles, pero Pedro se las arregló para encontrar el teléfono fijo del remoto hostal –entonces tampoco había “casas rurales”- de campo asturiano donde pasaba vacaciones con mi novia. Si no llega a ser por su llamada, no habría llegado a tiempo de entregar la documentación.

¡Cómplices Porteros! Veían y oían cosas… que no siempre podían contar, y quizás un poco especialmente en este nuestro barrio de Costa Fleming, y hace algunos años. La discreción era una de sus cualidades más apreciadas. Siempre recuerdo la anécdota de la fuga de Giacomo Casanova de la prisión de Los Plomos, en Venecia. Fue posible gracias a que el gondolero que le trasladó desde el muelle principal, en la oscuridad de la noche y tras conseguir el aventurero reventar el techo de Los Plomos (o quizás sobornar adecuadamente a quien pudiera interesar), hasta la tierra firme desde donde consolidar su huida hacia el norte: fue gracias a que el gondolero no reveló quién era su pasajero que la fuga fue posible. De hecho, un gondolero que se fuera de la lengua mínimamente –con todo lo que veían y oían de trasiego de balcones, escaleras y citas- era inmediatamente expulsado del gremio. La Costa Fleming no tiene canales venecianos –todavía, igual que algún día tendrá verdadera playa (visualizo claramente la arena y las tumbonas en la acera de pares del Paseo de la Castellana, y los veleros surcando el ancho mar sobre la acera impar)- pero su historia ha sido posible también gracias a la discreción de los Porteros.

¡Cada vez más escasos, Porteros! Las Comunidades de Propietarios fueron viendo las ventajas de enajenar su vivienda y dedicar los ingresos correspondientes a mejoras necesarias. Los días en que la familia del Portero era una más, normalmente habitando un piso más modesto que el resto en la última planta o el propio ático del inmueble, y se podía recurrir a ellos a cualquier hora del día y la semana –siempre dentro de lo razonable- van escaseando poco a poco.  Aun así, en Costa Fleming siguen quedando Porteros históricos, y algunos de ellos son jóvenes, herederos de una tradición urbana que tiene presencia desde Cervantes a Galdós, desde Umbral a Fernández Santos. Por ellos vaya, y por sus predecesores, esta Alabanza del Portero, que se extiende naturalmente a las Porteras, fueran ya figura consorte cuando la familia vivía en casa, o titular por derecho propio, con las mismas cualidades y todavía algunas más.