En 1964 tenía 10 años. Una vecina comentó a mis padres que estaban buscando niños para hacer de extras en una película que se estaba rodando en Madrid. Se llamaba La Caída del Imperio Romano. Samuel Bronston era el productor y Anthony Mann el director. Bronston ya había producido Rey de Reyes, El Cid y 55 días en Pekín, también rodada en los Estudios Chamartín, en la que casualmente mi hermano Jose Luis había hecho de extra. Tanto para este film como para La Caída del Imperio Romano se tuvieron que construir unos mega-estudios de exteriores en Las Rozas. Y fue aquí donde estuve durante 4 días, con mis tiernos 10 añitos, yendo a trabajar como extra, haciendo el papel de un niño bárbaro para La Caída del Imperio Romano. Mi madre me acompañaba siempre, nos levantábamos a las 4 de la mañana para llegar a Moncloa, un autobús nos recogía a todos los figurantes para llevarnos a los estudios de Las Rozas. El sueldo diario en aquellos tiempos era extraordinario. Creo recordar que 400 pesetas, algo que en aquella época venía muy bien a la economía familiar…todo aquello fue el punto de partida de mi historia de amor con el séptimo arte.

En su vocación cinematográfica, nuestro distrito ha servido de plató en multitud de películas como El Cochecito, de Marco Ferreri (1960), Madrid, Costa Fleming, de José María Forqué (1976), Maravillas, de Manuel Gutiérrez Aragón (1980), Pepi, Luci, Bom, de Pedro Almódovar (1980), rodadas en parte en algunos rincones de Chamartín. Otra fue con secuencias en la calle Alfonso XIII, en unos pinares que había cerca del arroyo Abroñigal.

Justo frente a nuestra casa estaba el Cine De la Rosa, en honor al antiguo pueblo de Chamartín de la Rosa, antes de ser un distrito de Madrid. Era un cine exclusivo para los americanos, aquellos marines que vivían en el Edificio Corea o en la Moraleja y que trabajaban en la base de Torrejón de Ardoz. Recuerdo cuando aparcaban sus cochazos al lado de nuestras casas. Aprovechábamos para pedirles chicles ¡auténticos chicles americanos! Algunos años después conseguí un dólar y tuve la valentía de ir al Cine de la Rosa para ver una peli del Oeste. Lógicamente no me enteré de nada, todo era en inglés y sin subtítulos, pero disfruté mucho aquella aventura, la novedad y conservo un estupendo recuerdo de aquella experiencia. En los años 70 este cine se convirtió en el Juan de Austria hasta que en el 2007 echó definitivamente el cierre para convertirse primero en un supermercado y después en un Todo a Cien.

En la Plaza del Perú se encontraban los Estudios Sevilla Films, donde se hacían grandes producciones con actores anglosajones y entre rodaje y rodaje aprovechaban también para ir a los cines del barrio, no era extraño cruzarse con grandes actores de camino al cine, como el gran Tyrone Power, que lamentablemente falleció en 1958 mientras rodaba la película Salomón y la reina de Saba.

Mi padre trabajaba en la compañía de seguros Crédito y Caución. Algunos sábados por la tarde, cuando no tenía que trabajar, íbamos toda la familia al cine. En lo que se llamaba la prolongación de General Mola, actual calle Príncipe de Vergara, había varios cines. El que más lejos nos pillaba era el Cine Morasol. Entonces no íbamos mucho por su lejanía, pero al cabo de los años, vimos muchísimas películas maravillosas allí. El que más visitábamos era el Cine Roma, en la Plaza de la República Dominicana, hoy convertido en un gimnasio más. Para una buena sesión en el Cine Roma había que llevar provisiones. Aquellas sesiones continuas, en las que se proyectaban dos películas seguidas, el NO-DO al principio, el descanso (cuando salía el famoso cartel de “Visite nuestro Bar”) y varios minutos de publicidad. Echábamos la tarde completa en el cine, incluso algunas veces nos gustaba tanto la primera película, que veíamos el comienzo de la misma peli otra vez o hasta la volvíamos a ver entera.

Todavía me acuerdo de los bocatas que me hacía mi madre de mantequilla con azúcar o el membrillo de tres colores, y por supuesto el bocata de chocolate Vitacal, el del chascarrillo de “Chaval, toma Vitacal que tu culo huele mal”. Al lado del cine, en la esquina con General Mola, estaba la pastelería La Suiza donde comprábamos suizos, trenzas y tejas, que nos merendábamos dentro del cine. En los descansos, algunos jóvenes llevaban colgadas sus cajas de madera blancas a modo de hielera donde guardaban sus helados. Seguro que muchos recordáis el famoso “¡Al rico bombón helado, de nata y chocolateee!”. Durante la exhibición de la peli pasaban pero sin cantar la frasecita. Algunos lo compraban ante el malestar de los demás clientes que se enfadaban por tapar unos segundos la visión de la pantalla. Los que sí pasaban habitualmente eran los acomodadores que recorrían los pasillos echando un líquido desinfectante llamado Ozonopino, tenía un olor muy característico que a mí me encantaba. Muchos años después de cerrar el cine, aún sueño algunas veces que estoy en el patio de la entrada, viendo con ilusión las carteleras de las películas que colgaban allí y ese olor me visita transportándome a aquellos maravillosos años.

Ya con unos 20 años íbamos al Cine Covadonga en la calle López de Hoyos. Era la sala de proyecciones de la Filmoteca Nacional, disfrutaba un montón viendo aquellas grandes películas, con magníficos repartos y grandes directores.

Cuando llegaba por fin el domingo mi madre preparaba las tortillas y toda la parafernalia digna de pasar el día en el campo. Íbamos a los llamados “Pinos de Chamartín”. A mi padre, una de las cosas que más le gustaba era ponerse a leer el periódico debajo de un pino, eso sí, habiendo limpiado toda la zona de los desperdicios que antes hubiera dejado alguien. Cogía un palo y quitaba papeles, latas, o cualquier tipo de suciedad. Para llegar a los “Pinos de Chamartín”, teníamos que ir por la calle Pio XII. Al llegar al cruce con la calle Caídos de la División Azul, continuación de la calle Mateo Inurria, con cuidado con los raíles del tranvía que venían desde la Plaza de Castilla y que cruzaba el valle formado por el Arroyo del Abroñigal, que años más tarde sería la M-30, para subir a continuación a Arturo Soria y seguir su camino hasta la calle Alcalá.

Muy pocas construcciones había a partir del cruce y siguiendo por Pio XII. Recuerdo el muro de ladrillo de la acera de la izquierda que se me antojaba enorme, nunca supe que había detrás, quizá otro mundo… Muchos años después supe que era la finca donde se encontraba el colegio del Sagrado Corazón. Una vez atravesada las laderas del arroyo, por fin llegábamos a los pinos. Eran los pinos de Chamartín a la altura del edificio del Instituto Eduardo Torroja que afortunadamente aún se conserva y que está dentro del Distrito actualmente de La Ciudad Lineal.

El día se pasaba rápido jugando, mientras mi padre se daba una vuelta por los pinares para terminar sentándose a la sombra del algún pino. Años después me enteré que uno de esos pinos centenarios era el que llamaban el pino de Napoleón, donde contaban que se sentaba el emperador a pensar en sus conquistas cuando vino a Madrid en 1808. El pino desapareció con la construcción de la M-30, pero quizá mi padre también meditaba sus propias conquistas en él mientras jugábamos al guá con las canicas a la sombra de estos pinos históricos. Con mi hermano hacíamos circuitos para las chapas en la arena con curvas incluidas donde luego pasarían las chapas a ser posible bien planas con fotos de los ciclistas o jugadores de fútbol. Lo que más me gustaba era jugar a dola. El que la ligaba hacía de burro y los demás debían saltar sobre él y al mismo tiempo darle un golpe con el pie en el trasero del burro. Así de esta forma pasábamos el día en estos pinos que hacían las veces de una salida al campo.

Otros días paseábamos en dirección a la Castellana, por la que sería la actual calle Alberto Alcocer que todavía no estaba trazada. Era como si fuésemos por el campo, la calle totalmente desangelada, con terraplenes, montículos de arena, socavones, etc. Era un lugar ideal para jugar. Al fondo desde la Plaza de la República Dominicana, se veía a lo lejos las primeras edificaciones que se iban construyendo. Un edificio de viviendas de cuatro pisos, que todavía se conserva, haciendo esquina con el Paseo de la Habana y otro justo enfrente de la calle que un imponente chalet de principios de siglo, que tristemente fue demolido como tantos otros del Paseo de la Habana en los años 50. Desgraciadamente Chamartín tiene muchos ejemplos de crímenes urbanísticos: cerca del antiguo pueblo de Chamartín, el Convento de las Madres Apostólicas, un fantástico edificio y un jardín sin igual en todo Chamartín, que fue vendido por sus dueñas (monjas) a una constructora para hacer “más de lo mismo”. Aunque estaba protegido por la Comunidad, una noche entraron con alevosía y premeditación varias máquinas para su demolición. Gracias a los vecinos que llamaron rápidamente a la policía, se pudo detener tan infame estropicio, pero, eso sí, todo un lateral del edificio y la mitad de la fachada sucumbió. Ahí sigue todavía resistiendo lo que queda del maravilloso edificio.

Al fondo de Alberto Alcocer se levantaba el Eurobuilding, pero no estaba la parroquia de San Fernando. La calle Doctor Fleming todavía no tenía la fama costera y el rango que tuvo después. Al llegar a la Castellana, nos dirigíamos hacia el Sur para ver el imponente Estadio Bernabeu y luego subíamos por Concha Espina hacia lo que era la Prolongación de General Mola, que no se unió a la calle hasta 1972, para enlazar con la calle en la actual Plaza de la República del Ecuador.

Cuando mi padre se compró el Seat 600 ya no volvimos más a los Pinares de Chamartín. Había otro parque mucho más grande, con más árboles y con unas vistas increíbles de Madrid. Aparcábamos justo al lado de donde nos comíamos la tortilla y ya de paso se ponía a punto cualquier problema del coche, era la Casa de Campo. Pero eso ya es otra historia.