Después del último incidente la cosa se puso seria y empezaron a tomar nuestras recomendaciones en mayor consideración. Hacía tiempo que el programa educativo y el proyecto infantil de cada campaña se había convertido en el principal imán para los electores preocupados. Todos tenían hijos, sobrinos o nietos que permanecían encerrados en casa la mayor parte del día o que salían a jugar en espacios públicos tutelados. Nadie sabía cómo habíamos terminado así, pero estaba claro que en los últimos años, la solución a este conflicto se había colocado a la cabeza de la loca carrera por recuperar la esencia de lo humano que nos habíamos dejado en el camino. Por delante de la economía, la precariedad laboral, la inmigración, la igualdad o el medio ambiente, el olvidado rincón desastre al que habíamos relegado a nuestros pequeños surgía ahora como un oscuro agujero que se lo tragaba todo.
Yo sospechaba que para arreglar una cosa había que cambiar radicalmente la estructura de todas las demás. ¿Por qué los niños ya no juegan en la calle? La respuesta a esa pregunta pasaba por replantearse el resto de incógnitas que rodeaban nuestra sociedad pos moderna. Pero lo cierto es que no sabíamos por donde empezar. Yo formaba parte de un gabinete especial creado por el gobierno para acallar las crecientes críticas. Básicamente éramos un grupo de psicólogos, sociólogos, antropólogos, filósofos y científicos tratando de averiguar una cura imposible atados de pies y manos y en condiciones de bajo presupuesto. Pero después de que aquellos chicos de apenas 13 años asesinaran a ese otro muchacho de 11, las alarmas saltaron definitivamente y empezaron a hacernos caso.
Para mí había sido un simple acto inconsciente de imitación. Básicamente hacían lo que habían visto decenas de veces en la televisión, en sus tablets interactivas, sus móviles. Tenían acceso a toda clase de información. Y como decía el antiguo refrán, la curiosidad mató al gato. Mi jefe aceptó la propuesta sencillamente porque tampoco tenían muchas otras opciones a las que agarrarse, quizá para tener un mísero informe que presentar al comité a fin de mes. Se trataba de realizar un intercambio entre estos chicos aparentemente alienados y los que aún permanecían desarraigados en el extrarradio, analizar los resultados y sacar conclusiones.
La sociedad actual se había centralizado de tal manera en las ciudades, que cientos de pueblos habían quedado abandonados. Los que se resistían al seductor influjo de las comodidades tecnológicas, los pocos que entre fronteras aún se atrincheraban en tierra de nadie, sobrevivían auto abasteciéndose como podían. En esas franjas no había mercados, ni ayuntamientos, ni talleres, no había red eléctrica ni agua corriente, y mucho menos colegios o soporte médico alguno. Los niños se criaban prácticamente en el campo, entre barro, maizales, otros niños, y animales. En mis visitas de control y análisis a una de estas pseudo comunidades hippies, me llevé la grata sorpresa de que muchos de esos chavales, lejos de embrutecerse o asilvestrarse, presentaban altos grados de resolución, imaginación y empatía. No aprendían nada que no les hubiesen enseñado sus padres, los otros críos, o la propia vida de un modo natural. No jugaban a casi nada que no se hubieran inventado, y pocas veces se apreciaban individualidades. Con el paso del tiempo, acerté a vislumbrar envidias, egoísmos, injusticias, y toda clase de cualidades ligadas a su inevitable maduración. Sin embargo, aun siendo de una forma demasiado retrógrada y sin fundamento, la vida de estos niños tenía algo de auténtico, algo que sin duda habían perdido los niños de ciudad. Me pareció que en este contraste estaba la clave, o por lo menos una llave para abrir el entuerto en que nos habíamos metido.
Que los padres eran demasiado protectores era un discurso que sonaba mucho entre mis compañeros, pero dadas las crecientes inseguridades del abarrotado centro de cualquier barrio, no me extrañaba. No, había algo más. Fue al iniciar “El Intercambio” cuando me di cuenta.
Jason era uno de los niños que habían participado en el horrible linchamiento que había conmocionado a la opinión pública, pero en realidad también era el único que no había intervenido activamente, y sin que saliera a la luz, se convirtió en nuestro perfecto sujeto de estudio. Lo que más me llamó la atención, cuando por fin lo soltamos en aquel entorno abierto, diáfano, rodeado de vegetación, después de que los demás niños se mezclaran con él y se interesaran, fue la frase que me dijo:
- ¿Por qué no vas a jugar con ellos? -le pregunté al notarle tan raramente cohibido, al ver que se aislaba con gesto de no entender nada.
- No tengo juguetes -contestó.
Aquello me pareció crucial, no me lo quitaba de la cabeza. No jugaba con ellos porque no tenía juguetes, no porque se sintiera diferente, nuevo, extraño. No, simplemente porque no sabía cómo hacerlo sin tener nada entre las manos. Aquellos otros chavales recogían cristales rotos que había por el suelo del descampado y jugaban a comprarlos y venderlos como si fueran tiendas, tratando de conseguir el más hermoso entre ellos. Otros emulaban una especie de béisbol con sus propias reglas utilizando ramas como bates y bolas de papel de plata como pelotas. Lo de que se hicieran casas con cajas de cartón o se escondieran tratando de encontrarse, era tan clásico, tan fácil, tan pueril, que a Jason, después de un par de horas deambulando sin rumbo, terminó por seducirlo y encantarlo. El gancho para entrar definitivamente había sido una niña de su edad que se llamaba Miranda. Parecía increíble que fuera tan fácil, una niña cariñosa de ojos azules, sin complejos y pura como la escarcha de la mañana. Ninguna niña de ciudad, sabiendo lo que sabían, habría sido tan efectiva ni habría desplegado tal magnetismo. No tuve dudas de que solicitaría hacer el intercambio a la inversa con ella.
Jason tardó una sola tarde en integrarse con el grupo y aunque solo después de una semana comprendió el carácter creativo de todos los enredos de aquellos niños sucios y marginados, lo más increíble, aunque no serviría para establecer dogmas posteriores, fue que al mes, según mi opinión, regresó prácticamente rehabilitado. Lo percibía en su vergüenza, en su intención de distanciarse de sus antiguos compañeros, en su forma de extrañar su reciente libertad. Sólo eso había bastado, correr por campo abierto, desfogarse hasta desfallecer, hallar complicidad entre otros chavales, casi un vínculo real de amistad sin prejuicios, para dejar de añorar sus videojuegos y sus millones de estímulos cotidianos. Ahí radicaba el problema, en su falta de libertad, que los inclinaba poco a poco a estados de ansiedad, y de ahí, en algunos casos, a una agresividad mal canalizada.
El rechazo que sufrió Miranda terminó de convencer al tribunal. Jamás habría imaginado que saldría tan mal. La pobre criatura tardó muchas semanas en adaptarse y participar con dificultad de los planes de interior que le mostraban Jason y los demás chicos del grupo de acogida. No obstante, nada le quitó una expresión gris de nostalgia que le ensombrecía el rostro, nada consiguió que dejara de anhelar el regreso a su hogar. Sabía que un espíritu libre, tan raro e independiente despertaría rápidamente los recelos de algunos de sus compañeros, pero cuando me llamaron y me contaron lo que había ocurrido, se me rompió definitivamente el corazón. El acoso al que la habían sometido había sido tan sutil que ninguno de los celadores lo había percibido. Frases susurradas al oído en cada esquina, amenazas, insultos. Hasta que aquella mañana entraron en los baños y la forzaron. No me lo podía creer. El incidente se ocultó a los periodistas, pero los padres de la joven rechazaron la subvención compensatoria y lo hicieron público. No pudimos salir del paso. ¿Qué había hecho? Me torturaba día y noche.
Era esa ausencia total de objetivos que padecían los chavales, esa falta de valores y principios, esa contagiosa perversión que habían mamado demasiado tempranamente, lo que les volvía monstruos cuando llegaban a determinada edad. Yo, en realidad, seguía sin comprenderlo. Se tomaron medidas rotundas que satisficieron incluso a la exigente e indignada mayoría social, pero no aguantaba más mi sentimiento de culpa, así que me marché a uno de esos pueblos perdidos, y me concentré en ayudar a la comunidad a rescatar la escuela abandonada.
No fui el único. Muchos emigraron en aquellos años convulsos. Pero el verdadero éxodo y la reconstrucción definitiva se produjo después de que publicara un libro breve atreviéndome por fin a describir lo sucedido, desglosando mi análisis y promulgando mis conclusiones. Los niños ya no jugaban en la calle, y todo tenía que reventar para darnos cuenta de lo mal que lo habíamos hecho.