Fallecí en Madrid en el año 2013 a los ochenta y cinco años… perdónenme pero debería presentarme antes, ¿no les parece? Es que como siempre voy al grano me olvido de algunos detalles harto importantes en la vida de un hombre hecho a sí mismo, que siempre sale bien en las fotos (conservé el pelo intacto hasta mi muerte) y en sempiterno traje azul oscuro hecho a medida.
Me llamo José Luis Ruiz Solaguren. Muy probablemente muchos de ustedes habrán comido en alguno de mis establecimientos: cervecerías, restaurantes, hoteles, empresas de catering, bodegas,… o sin ir más lejos aquí al lado, en el José Luis de la calle Rafael Salgado. Comida tradicional, muy bien elaborada y en la que destaca la merluza rebozada y la tortilla de patatas, sin cebolla y a la que echamos muchos huevos y cariño, dos de las cosas que han definido mi carrera como empresario. Fue precisamente en ese restaurante y a mediados de los años ochenta cuando tuve el honor de dar de comer— venía todas las semanas— a Don Juan de Borbón. Mis hijos, tuve cinco y que en la actualidad están muy bien colocados, todavía conservan los recibos de sus copiosas comidas colgados en las paredes de mi antiguo despacho y que, cosas de los monarcas, todavía nadie ha venido a cobrar después de todos estos años… Le encantaban mis martinis, que le ponía delante sin que me los pidiera y que consumía por prescripción médica tras una mala experiencia en la Marina, con la que reparó en una India infestada de malaria… en fin, que a los amigos hay que tratarlos bien, a ellos y a todo el mundo, desde la señora de la limpieza hasta Don José María Aznar, que me encargó personalmente el menú para la boda de su hija.
Había que buscar nuevas oportunidades y en el año 1983 todas estaban esperando en América. Pedí dinero al banco —he ganado mucho más dinero desde que recurrí a la deuda bancaria —, hice las maletas, cogí un avión y abrí un restaurante en Houston, Texas, precisamente en un momento en el que España no aparecía en ninguna de las principales guías gastronómicas del mundo. Arriesgué y bueno, el resto es historia.
En el año 1971, momento en que la empresa comenzaba a crecer a raíz de la buena marcha de “Los Salones José Luis” en Toledo, decidí probar fortuna en otros lares y, en contra de todas la recomendaciones de mis colegas empresarios, me encargué de la gestión del restaurante del Hotel Jugoslavija en Belgrado. En esa época, los españoles solo cruzaban la frontera para ver “El último tango en París” o algún combate en Londres de José Legrá, “El puma de Baracoa”, pero yo tenía esa necesidad, quería ver mundo, uno lejos de Amorebieta, donde nací, y al mismo tiempo creía firmemente que ese mundo sería capaz de apreciar las cosas bien hechas y hechas en España.
En el año 1957 dejé de ser “tabernero” a secas, una palabra que siempre me ha gustado mucho y que llevé con orgullo en mi corazón de joven emprendedor, y abrí mi primera cervecería en el madrileño número 91 de Serrano. Mi intención estaba clara desde un principio y no era más que llenar los estómagos de todos los españoles sin distinción, desde “La Pasionaria”, una señora que comía cuando podía, pasando por un jovencísimo Adolfo Suárez, a Francisco Franco, que daba la mano floja y que yo no soltaba ni a tiros al tiempo que le daba conversación—le encantaba hablar de faisanes —para salir en la foto. De hecho, nos tomaron una juntos en la que el Generalísimo sonríe, ¡todo un milagro!
Ya en el año 1941, yo tenía trece, empecé a trabajar como limpiabotas en un bar de Bilbao, oficio por el que cobraba una peseta y en el que aprendí que lo más importante es ser de todo en la vida, pero medido, como decía mi amá.
1929. Ese año vine al mundo, sin llorar y sabiendo que nunca hay que sentirse más listo que el hambre: hay que ser corregible hasta en el nacer.
1928. No existía. Era un posible proyecto de brillante hostelero en un oscuro país gobernado por el cirujano de hierro y en el que debutaba una jovencísima Conchita Piquer. Cómo pasa el tiempo…
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