Ocurre siempre que cruzo delante de un puesto de flores. Ese olor húmedo y fragante de la flor cortada me arrastra al final de mi infancia, me apabulla de imágenes desordenadas. La ciencia ya ha aclarado que el sentido del olfato, tan infravalorado, es el más vinculado a las emociones. También el que cuenta con mayor capacidad para evocar recuerdos, debido a su fuerte conexión con el hipocampo, la zona del cerebro más importante para la memoria. La investigadora científica Nazareth Castellanos explica que, a los 300 milisegundos de inspirar un aroma, la información ya ha llegado a esta estructura cerebral, cuyos recursos neuronales se emplean en perfecta sincronía para codificar y recuperar un recuerdo.

Ese aroma a flor cortada, decía, me lleva directamente a «la tienda» de mis abuelos, que a mediados de los 60 abrieron una floristería en la calle de Carlos Maurrás, en un pasadizo lóbrego hendido en el edificio Corea, sin escaparate a la calle, y por donde apenas si pasaban los coches en su camino hacia el corazón de la gran manzana. Antes de abrir Flores Ángeles, mis abuelos pasaron años trabajándose la suerte en la calle, yendo piso por piso de los soldados norteamericanos para vender unos ramos que los nuevos vecinos compraban muy bien. También esquivando a los porteros de las fincas, que les advertían: «Ya tendréis que bajar, ya».

Claro que yo todo eso no lo vi. Mis recuerdos arrancan en los años 80 cuando, siendo aún niños, mi hermano y yo acompañábamos a mi abuelo a traer y llevar recados desde su vivienda de Tetuán a la tienda, que para entonces ya gestionaba mi tía.

No obstante, no creo que aquel cuchitril hubiera cambiado mucho en esas dos primeras décadas: apenas un pasillo estrecho con baldosines anaranjados, flanqueado por estantes con grandes recipientes de barro con forma de troncos y pintados de verde, donde se colocaban las flores en remojo. En una de las esquinas, el mostrador, de madera robusta, y sobre él, la resma de papel blanco para envolver los ramos; detrás, bajo un espejo envejecido que duplicaba el espacio, el rollo de papel celofán, más elegante, la caja registradora y el teléfono, de baquelita negra. En el otro extremo, tras una cortina, la húmeda trastienda, siempre gélida y con el calefactor siempre encendido, donde alguna vecina o la dueña de algún negocio cercano se quedaba a pegar la hebra, como aquella cariñosa y maquillada sastra, que regentaba su taller en el interior del edificio, y me decía zalamerías que yo no acababa de entender.

El trato familiar entre los comerciantes era moneda corriente. Recuerdo el Sánchez Romero, cuyos fundadores conocían mis abuelos desde sus inicios; el bar de Vega, al lado del pasadizo, por donde hoy se abre la rampa empinada de un garaje; la pequeña panadería de Arsenio y Sofi, al otro lado, donde mi tía dejaba dicho que nos dieran cajas enteras de donuts como recompensa; también recuerdo la pastelería Helen’s, a la vuelta de la calle; o, avanzando hacia Doctor Fleming, antes de llegar a la papelería Chaflán, el bar donde un parroquiano nos hizo un día el truco de arrancarse el pulgar para asustarnos y que no tocásemos la máquina tragaperras; también, ya en la otra esquina de la calle, el quiosco diminuto y repleto de chuches y juguetes, donde compramos decenas de bolsitas de soldados de la Segunda Guerra Mundial.

Como los vehículos circulaban por el interior del Corea, casi nunca nos permitían adentrarnos hacia el patio, aunque recuerdo que había allí un estudio de grabación –¿o era un almacén?– de la discográfica RCA. Tiempo después abrirían Palladium, el gimnasio que se jactaba de ser el más top de la capital, y al que acudían celebridades como Ana Obregón, que atravesaba con su flamante BMW aquel estrechísimo pasillo.

El ajetreo aumentaba con las navidades. Si es cierto eso de que los estadounidenses del Edificio Corea popularizaron la tradición –hasta entonces poco seguida– de adornar las casas con un árbol navideño, la tienda de mis abuelos fue sin duda uno de los vehículos para esa difusión. En esas semanas los abetos se vendían por decenas. Unos abetos naturales, cuyas acículas te pinchaban los dedos y que llegaban en grandes cajas de cartón que había que sacar a la calle para venderlos desde allí, porque en la pequeña tienda no cabían.

Con el tiempo, mis abuelos se fueron, mi tía se jubiló y se acabaron los recados que hacer, mientras la codicia y los intereses iban sustituyendo a la antigua gentileza del Corea, que poco después se convertiría en la mole impersonal e inacabada del Castellana 200. Hoy –circunstancias de la vida–, cruzo a diario esa calle y paso delante del mismo pasadizo hendido en el edificio, pero un muro negro ciega el local donde una vez estuvo la tienda, de la que no queda rastro. Tampoco de ese aroma de la flor cortada que, sin embargo, prende la mecha de mis recuerdos al pasar por cualquier otra floristería.