Tuve un amigo mexicano en la Costa Fleming cuando era un chaval. Con el tiempo se pareció al famoso escritor del boom Carlos Fuentes, si éste hubiese alternado la literatura con el rugby. Mi amigo era una torre, grande, grueso, compacto, dificilísimo de tirar en carrera, porque los arrastraba a todos sin dejar de avanzar hacia el fondo del campo. Y, como la mayoría de grandullones que he conocido, era un romántico incurable.

Debíamos tener unos catorce o quince años y él estaba enamorado cual Moose Malloy de su Velma. En este caso no era un amor tóxico por la clásica bella lagarta, al estilo de la de “Adiós, muñeca” de Chandler, sino una compañera de colegio, alta, pintona y pizpireta.

En los atardeceres de la Costa Fleming, cuando malgastábamos el tiempo con esa mezcla de pesadumbre existencial y despreocupación que sólo es posible en la adolescencia, había un momento ritual en que mi amigo decía: “Vamos al parque, gritamos un par de Olgas y nos vamos». Algunas ventanas de la casa en la que vivía Olga daban allí y, a falta de jardines veroneses o serenata con mariachis, nos conformábamos berreando su nombre desde lo alto del tobogán a ver si se asomaba.

Aquel parque, ahora vallado hasta el absurdo y con jardinería dedicada, era entonces el hermano pobre del Parque de san Fernando, una trasera bastante agreste del edificio en el que vivía Francisco Umbral y la salida de emergencia del Corral de la Pacheca, ante cuya puerta de la calle Juan Ramón Jiménez grababa Laurel Postigo las entradillas del programa televisivo “Tablao Flamenco”.

Todo suena ahora un poco rancio, casposo y cómico, porque el tiempo es implacable en su avance, como un buen jugador de rugby, pero entonces aquellas cosas al barrio le daban tono.

Parque, Olga, Umbral, Corral de la Pacheca… Como se lo daba el pub inglés más auténtico de Madrid, El León Rojo, abierto pocas calles más abajo. Según la leyenda, “El León” nació del decorado para una coproducción cinematográfica que rentabilizó la dueña del local de inmediato (1966), convirtiéndolo en una taberna de verdad con la mejor diana de pelo de España.

El barrio de la Costa Fleming siempre fue (y más que nunca en los setenta y ochenta) como una luz de neón, caliente y magnética, para las luciérnagas de todos los países imaginables, en especial los del hemisferio norte y Sudamérica. Así que a aquel bar de dardos acudieron en multitud los profesionales extranjeros de la televisión, el cine, la prensa, el juego, el import/export y demás enjuagues liberales que poblaban el barrio antes del fin de siglo. Hasta un capitán mercante cogía el transporte más directo desde sus puertos de atraque en la Península hacia aquella taberna madrileña que pertenecía a su propia “Costa”. El saco del capitán era un sello distintivo del establecimiento, como los dardos de acero, los acentos foráneos, el triple veinte, la pizarra de las puntuaciones o los sucesivos carteles que colgaron de la puerta del pub (todos muy de bar de pueblo brumoso en película del hombre lobo).

A veces, algún borracho saltaba tras la hora de cierre ante la entrada del pub y arrancaba el oscilante cartel que mi hermano más dardero pintó una y otra vez sobre tabla con león de estandarte inglés plantagenet y letras góticas. Puede incluso que alguno lo arrancásemos nosotros, como ofrenda heroica a la Olga del mexicano jugador de rugby. ¡Debimos regalárselo a la madre de la muchacha, por no arrojarnos la regadera desde un balcón ante tanto alarido amoroso ascendiendo del parque adolescente!

Lo que seguro que sí hicimos fue boicotear alguna entradilla de Lauren Postigo ante El Corral de la Pacheca, como le robábamos a Umbral cada mes la revista Penthouse de su buzón. Era aquella una época de rebeldías ingenuas, hurtos de kiosco y películas viejas en el cine de los Redentoristas.

En el patio de butacas de semejante filmoteca parroquial aprendimos a distinguir de sobra entre lo que era rondar a una mujer con acompañamiento o labia y el pobre resultado de nuestras prácticas kamikazes bajo un balcón de barrio. Pero nos dio igual, el joven jugador de rugby siguió gritando su nombre durante un curso entero.

En fin, que ya lo dijo el otro: todos esos momentos se perderán, como las lágrimas que mi amigo vertió por Olga el día que se volvió a México, para acabar pareciéndose a Carlos Fuentes.