Por Rosa Villacastín

Dicen que las sensaciones vividas durante la infancia se quedan grabadas en nuestro cerebro de tal manera que, ocurra lo que ocurra, esos recuerdos permanecerán intactos, grabados a sangre y fuego. Es una de las razones por la que después de tiempo, de años buscando, encontré un barrio que tiene muchas cosas en común con el de mis recuerdos más primarios: las viviendas no están pegadas unas a otras, la gente se saluda cuando se encuentra por la calle, algunos incluso se paran a preguntarte qué tal te va la vida, en fin cosas sin trascendencia que te hacen sentir parte de un lugar que, aunque situado en la zona norte de Madrid, no ha perdido eso tan importante que es la comunicación.

De costumbres fijas suelo levantarme muy temprano para comprar los periódicos que me gusta leer en el Rast o en La Martingala, dos cafeterías donde a esas horas de la mañana apenas si hay media docena de clientes fijos, con quiénes después de hablar del tiempo, incluso del partido de la noche anterior, nos sentamos cada uno a leer sus periódicos. Confieso que es el mejor momento del día para mí y creo que para el resto de clientes también porque podemos centrarnos en las noticias que más nos interesa a cada uno de nosotros sin que suene el móvil, ni el aspirador. Media hora de silencio absoluto que comienza antes de que los trabajadores de las oficinas cercanas empiecen a llegar para recargar las pilas.

Gente joven en su mayoría, con marcha, que contrastan con quienes llevan viviendo muchos años en un barrio, que ha cambiando su fisonomía precisamente para que los más jóvenes se sientan integrados en un estilo de vida en el que el contraste de lo viejo y lo nuevo lo hace diferente. Un lugar acogedor donde nadie se siente extraño ni por supuesto extranjero. Y los hay, claro que los hay, de todas las nacionalidades, lo que no impide que formen parte ya del paisaje y del paisanaje, como debe ser viviendo como vivimos en un mundo globalizado.

Mi barrio, este del que les estoy hablando, fue durante un tiempo un lugar con muy mala fama, la llamada «Costa Fleming» donde los americanos de la base de Torrejón de Ardoz sentaron sus reales, y con ellos los clubs de alterne que marcarían durante años la mala fama del barrio. Un ambiente que desapareció poco a poco, sin traumas, expulsados por familias de las de toda la vida y por jóvenes profesionales, muchos de los cuales eran y son periodistas, algunos de Europa Press que todavía hoy mantiene su redacción en la Castellana, otros de televisión como Olga Viza, Susana Olmo, Elena Sánchez, Amalia Sánchez Sampedro, Alex Grimeljo y yo misma, a quienes nos seducía la posibilidad de vivir en una buena zona a precios bastante asequibles.

Es cierto que durante estos últimos años la crisis ha traído hasta aquí a jóvenes emprendedores que intentan buscarse su futuro con negocios nuevos, la mayoría de hostelería, lo que ha obligado a otros de toda la vida a cerrar sus tiendas por falta de clientela o simplemente porque se han jubilado. Se les echa de menos pero la vida es eso, un ir y venir de gente, sin que ello suponga la expulsión de nadie, sino el acogimiento de la mayoría, sin que por eso pierda su solera.