Casi colindante con nuestra parroquia de “Los Peces” hay un parque sanador. Regalo del complejo que ofrece en nuestra zona el Canal de Isabel II.

Antes de la pandemia, Canal Voluntarios nos ayudó en muchos de los proyectos que hemos realizado en Haití. Con ayuda económica y asesoramiento personal respondieron eficazmente a nuestra petición a través de la asociación Acoger y Compartir. Y aunque el sufrimiento de ese pueblo continúa perdura mi gratitud.

Cuando entro en el Parque del Cuadro Depósito del Canal hay veces que me evoca vivencias de lo realizado en esa isla, no siempre compartida con República Dominicana.  Allí se construyeron varias escuelas, dispensarios, algunos pozos, el orfanato Damabiah, que siguen funcionando… Allí perdura la capacidad de resistencia de sus habitantes. Sentarse, cerrar los ojos, respirar hondo, serenarse, es abrir la puerta a lo que ha dejado poso en la vida. Me ocurre a veces cuando entro en este lugar.

Cualquier día, en el horario que lo protege de la noche, uno puede ponerse ante alguna de sus tres entradas, accediendo, según tus fuerzas, por una rampa, las escaleras o directamente por el paso llano. Las fuentes están mudas desde hace tiempo. Y está bien que algo nos recuerde el problema verdadero del agua. Entro en ese espacio como cuando en verano llego a cualquiera de las playas de Almería buscando respirar, renovarse, acariciar la naturaleza sin cortar ni una rama, ni una hoja, solo la presencia y el tacto. Respirar rodeado de plantas en la misma Plaza Castilla.

Ahí se ha producido un encuentro casual. Presto atención a unos niños que juegan a dar alcance a unos pequeños patos que se mueven con más agilidad que ellos. Mientras, alguien ha dejado en mi mochila un libro como un regalo secreto.

Los niños persiguen a los patitos del estanque. No, no son ocas. Los pequeños animalitos, en su andar nervioso, son más hábiles que los críos. Saben escabullirse a la vez que vuelven al lugar donde están los pequeños. Corren como quien va a recibir un regalo. Se mueven inquietos, evitando ser alcanzados. Las mamás de los patos y de los niños contemplan el juego de las huidas y los reencuentros. Los peques ríen y se empujan entre ellos. Son lo más parecido a la felicidad. Y siento que no es verdad eso de que “el mundo es una inmensa soledad”. Bueno, no quiero estar ciego a toda la soledad que pasea por el parque.

En un lapso de silencio abro mi mochila y encuentro ese regalo secreto que resultan ser las conferencias y discursos de Albert Camus: “El Derecho a No Mentir”. Lo abro esta mañana serena aquí que es fácil respirar, sonreír, experimentar la belleza de abrirse al sentido de nuestra vida como a nuestras raíces. Ha llegado como un regalo; pero escrito en tiempos en que permanecía el odio y se vivía con “un resto de rencor”.

No recuerdo la página en la que encontré un discurso de Camus a los cristianos, aunque sí su cita: “comparto con ustedes el horror ante el mal. Pero no comparto su esperanza y sigo luchando contra este mundo donde los niños sufren y mueren”.

Me dejo impactar por los paralelos con nuestra actualidad. Ya en 1945, este hombre pedía “no ceder al odio, no hacer ninguna concesión a la violencia, no permitir que nuestras pasiones se vuelvan ciegas”, como lo que aún “podemos hacer por la amistad”.

Los niños siguen jugando a perseguir los patitos de Canal.

En la paz del parque tomo conciencia de esa “comunidad de sufrimiento”, que nos pide una “posición personal frente a las matanzas y el terror”. No podemos mantener la calma al precio de “cerrar los ojos”. Es demasiado fácil limitarse a acusar, mejor no renunciar a jugar.

Vuelan las páginas porque se ha levantado viento. Se alza también el deseo del ser humano, para que se le juzgue no en términos de éxito sino de dignidad. No desde “el culto a la eficacia y la abstracción”, porque estos pequeños y los adultos que los acompañamos merecemos un mundo en el que el dolor humano sea un escándalo. Tenemos derecho a una felicidad sencilla, a los placeres tranquilos de una vida humanizada.

El adulto Camus dice que “el hombre que miente se cierra a los demás”, que “es preciso recuperar los valores que sustentan la conciencia común” … que “la libertad que debemos conquistar es el derecho a no mentir”. Condición para vivir en el sosiego de la paz lúcida.

Hay una paz que viene de haber colaborado a “disminuir el dolor” de los seres humanos. Hay momentos en que la vida nos pone delante del bien, y uno siente que se la juega si deja de trabajarse para abundar en él.

Aparece una anciana sostenida por su bastón, a la vez que unos jóvenes se pasan la pelota. Hay varias personas que leen tranquilamente, otras pasean a su ritmo. En este microcosmos de nuestro barrio, hay personas de otros países que cuidan y acompañan a niños y ancianos, con una serenidad propia de quien no se ha dejado bloquear por el dolor de ausencia. Los más frágiles, los más carentes de fuerza física, caminan despacio, como si fuesen sosteniendo una pancarta que llevase escrito: ¿Qué espera el mundo?. Por un instante el cometa de la bondad ha pasado rozando el corazón y mostrando esa tarea interminable que hemos de llevar a cabo.