Por Ernesto Goñi

Si hay un consejo que me ha servido de todos cuantos me daba mi padre, es el de que me responsabilice en todo momento de mis actos y mis decisiones. A menudo renegaba de sus advertencias, me revelaba con todas mis fuerzas hasta cuando tenía razón, pero cuando me profería ese consejo en particular no tenía otro remedio que asentir y agachar la cabeza. Me lo tomé tan en serio que acabé convirtiéndome en un ciudadano modelo, cívico y respetuoso, el perfecto compañero de piso, que no se hace notar, que no molesta, una buena persona, noble al menos. Siempre he tratado de vivir en libertad. El único límite, incluso en asuntos de una índole tan profunda como el amor o el sexo, siempre ha sido no hacer daño a los demás. En realidad no es tan difícil, ni siquiera hacen falta grandes dosis de empatía, esa cualidad tan necesaria, tan insólita en estos tiempos y en vías de extinción. No, simplemente hay que pensar un poco en los demás, ponerse en el pellejo del otro aunque sea por un instante, o como decía el viejo, que cada uno se responsabilice de sus cosas.

Cuando piso una caca en la calle Dr. Fleming, lo primero que hago es acordarme de aquellas sabias palabras de mi padre. ¿Quién narices tiene los santos cojones de abandonar la caca de su perro en medio de la calle? Sin duda, frente a la mirada de varios transeúntes, un desalmado a quien estropearme el día, le importa una mierda (jamás he utilizado esta palabra con más sentido o con mayor concordancia).

Cuando uno pisa una caca, sólo tiene dos maneras de tomárselo. En realidad, pisar una caca en la calle es una de tantas putadas que nos pueden acosar a lo largo del día. Hay que ser fuerte para que un desliz así no te amargue la existencia, sobre todo si te sucede a primera hora de la mañana, con prisa, llegando tarde a una reunión importante, tras una mala noche en la que no has dormido demasiado. No creo en el destino pero soy una persona optimista. El principio de que la mala onda y los pensamientos perniciosos sólo atraen acontecimientos igual de indeseables, es un axioma que he tenido la oportunidad de experimentar muchas veces, y por eso creo fielmente en practicar lo contrario. El odio solo trae más odio. Así que dejo de pensar en el cabrón que no se ha responsabilizado de sus actos, de su perro y su caca, de su papel crucial en el correcto fluir del orden social, y después de limpiar la suela de mi zapato en un bordillo, intento seguir con mi vida como si nada hubiera sucedido. Por desgracia, es imposible ignorar ese olor nauseabundo que asciende hasta mi nariz como haciendo volutas alrededor de mi cuerpo. Siento que soy un bulto pestilente desplazándose por la ciudad.

¿Cómo me voy a subir al metro? ¿Cómo voy a entrar en la oficina? ¿Cómo voy a salir a comer con Yoana? Es entonces cuando una mezcla de locura y cabreo se apodera de mí y, sin cortarme un pelo, me quito los zapatos y los meto en una papelera. Y sí, continúo la marcha descalzo, pisando sobre mis mejores calcetines de Langa, sin perder de vista los adoquines de la acera para que un cristal, una colilla o cualquier otra sustancia orgánica, no termine de arruinar mi valiente impostura. El caso es que la actitud que uno adopta frente a las vicisitudes del día a día, por muy insignificantes que sean, condiciona irremediablemente el resto de su vida. Si no vives en un lugar como Japón, más vale que estes preparado para tomarte este tipo de cosas de la mejor manera posible.

Cuando llego a la oficina y antes de abordar la reunión ante los accionistas, despliego un breve resumen de la anécdota de la caca de esta mañana para que nadie se extrañe de verme en calcetines, o quizá para parecerles un poco menos ridículo. Funciona, todos ríen, me los meto en el bolsillo, y me siento más seguro. De repente, el inconveniente de no llevar calzado, a través de un prisma positivo y desenfadado, me hace pisar más firme que nunca. No salgo a comer fuera y descubro que el menú de la cafetería de la empresa es barato y bastante bueno, pero sobre todo, que a Yoana no le importo tanto como para cruzar una manzana solo para estar conmigo. De hecho, su poco sentido del humor cuando le he contado lo sucedido me corrobora la sensación de que no quiero estar con ella. Pero lo más increíble ocurre al final, cuando regreso a casa, justo al cruzar por delante de lugar del incidente. La plasta ha desaparecido pero queda un rastro extendido del mierdicidio, y muy cerca, junto a la papelera, a los pies de la farola, mis dos zapatos están sorprendentemente limpios y relucientes. Es un milagro que nadie se los haya llevado.

Meses más tarde, una mujer muy atractiva, me reconoció por los zapatos y resolvió el misterio. Una urgencia le hizo salir pitando aquella mañana, dejando el enorme regalo de Spoonful en la acera. Al volver a mediodía encontró los restos de la tragedia y decidió redimir su descuido limpiando mis zapatos. Marta, que así se llama, está tan loca como yo. Pero lo más trascendental de esta historia es que incluso cuando crees que no hay esperanza, la gente siempre te sorprende. La vida es una calle repleta de mierdas, con trampas al torcer cualquier esquina, y lo único que marca la diferencia es la forma con la que encajamos el golpe cuando no somos capaces de esquivarlas.